viernes, 18 de enero de 2008

Una Tarde de Otoño


La pareja iba caminando Gran Vía abajo, cogidos de la mano. Conversación nula, pero la proximidad de sus cuerpos y el gesto de sus rostros denotaba que se encontraban a gusto.

Al enfilar Alcalá, la mujer dijo que quería entrar un momento.


Los ojos intentaron acomodarse a la menor intensidad de la luz dentro de la Iglesia.


Tomaron asiento en el penúltimo banco, un tanto desplazados a la derecha. De reojo se intuía el confesionario. En los bancos por delante, apenas seis o siete parroquianos.


Hacía mucho tiempo que él no entraba en un templo. Se notó fuera de lugar. El ambiente era húmedo, contrastando con la sequedad que se respiraba en la calle.


Al cabo de un par de minutos, notó que el cuerpo de su mujer se movía, se agitaba, casi imperceptiblemente, sin alharacas. Sabía que estaba llorando, con las lágrimas brotando desde lo más profundo de su Esencia.


Él se encorvó. El corazón se le encogió. De repente, sintió que el peso de todos los años que todavía no tenía le caían sobre los hombros, y los posos se iban depositando en su interior, fundiéndose como granos de arena en el agua del mar.

Aunque frisaba la treintena, se sintió viejo, muy viejo. Como si siglos de dolor, impotencia e incapacidad le atenazaran los músculos...


A su propio Dolor, se unía el de su mujer. Y el dolor de saberse inútil. Que no podía hacer ni decir nada que proporcionase el menor Consuelo.

El Alma destrozada por el dolor de la Ausencia, la Mente apisonada por los Recuerdos, los Ojos nublados por el Velo de la Muerte, el Cerebro perdido en el laberinto de lo incomprensible...

A,SENC


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